La madura rebeldía
Crónica de un desastre con langostinos
La boda se celebraba en la "Finca Los Arcos del Ensueño", uno de esos complejos hosteleros clónicos que brotan en los secarrales de la periferia madrileña como champiñones de hormigón y pladur. El lugar intentaba evocar un cortijo andaluz con toques de Versalles, pero el resultado final tenía más en común con el plató de una telenovela de bajo presupuesto. Olía a césped artificial recalentado por el sol de julio y a fritanga industrial disfrazada de *nouvelle cuisine*.
Javier, a sus cincuenta y ocho años, observaba el panorama desde una esquina estratégica del "Salón Diamante", parapetado tras una copa de vino tinto que sospechaba que era Don Simón con etiqueta de reserva. Se sentía como un antropólogo infiltrado en una tribu hostil. Las bodas a partir de cierta edad, pensó, deberían estar prohibidas por la Convención de Ginebra. Ya no tenían la inocencia de las primeras nupcias; ahora eran una mezcla de cinismo, segundas oportunidades desesperadas y demostraciones de poder adquisitivo según el grosor de los puros y la altura de los tacones.
El ambiente estaba cargado, una atmósfera densa compuesta por lacas de pelo extrafuertes, perfumes dulzones que competían entre sí y la testosterona rancia de varios cuñados que ya llevaban tres gin-tonics de ventaja sobre el resto de los mortales.
La fauna era digna de estudio. Estaba, por supuesto, el primo lejano que nadie sabe muy bien a qué se dedica, pero que siempre aparece con un traje de un brillo sospechoso, dos tallas más pequeño de lo necesario, marcando barriga cervecera como si fuera un trofeo de caza. A su lado, su mujer, embutida en un vestido color fucsia radiactivo con tantas lentejuelas que podría cegar a un piloto de avión comercial, intentaba mantener el equilibrio sobre unos zancos de quince centímetros que desafiaban las leyes de la física y la podología.
En la pista de baile, el horror había comenzado temprano. El DJ, un chaval con cara de no haber visto la luz del sol desde el 2010 y que respondía al nombre artístico de "DJ Kike Éxtasis", había decidido que el reggaeton antiguo era la banda sonora adecuada para la digestión del solomillo al whisky.
Javier observó fascinado a Paquito, el hermano del novio. Paquito había decidido que la corbata era un instrumento de tortura medieval y se la había anudado en la frente, al estilo Rambo de polígono. En ese momento, estaba en el centro de la pista, ejecutando unos movimientos pélvicos tan violentos que Javier temió sinceramente por la integridad de sus vértebras lumbares. Paquito gritaba "¡Dale, Don, dale!" con la convicción de quien está liderando una revolución, mientras sudaba ríos de tintorro y euforia.
Pero el momento cumbre, la culminación del esperpento nupcial, estaba a punto de ocurrir.
Doña Rogelia, la tía abuela de la novia, una señora de setenta y muchos años que parecía esculpida en granito y mala leche, y que insistía en que a ella el alcohol no le subía, llevaba media hora "hidratándose" con licor de hierbas. Decidió que era el momento de cruzar la pista de baile para reprender al DJ por no poner pasodobles. Iba con la determinación de un tanque Panzer, apartando a los jóvenes con empujones secos de su bolso de charol.
El destino, siempre caprichoso, quiso que su trayectoria se cruzara con la de Mari Pili, una prima segunda conocida por su torpeza legendaria. Mari Pili estaba intentando hacer un *selfie* mientras bailaba, una combinación de actividades para la que claramente no estaba cualificada.
El choque fue inevitable. Fue como ver dos trenes de mercancías colisionar a cámara lenta.
Mari Pili trastabilló hacia atrás, sus tacones resbalaron en una mancha de dudosa procedencia en el suelo de mármol falso, y cayó. Pero no fue una caída grácil. Fue una demolición controlada. En su descenso, sus brazos buscaron desesperadamente algo a lo que aferrarse, y lo único que encontraron fue la falda de seda salvaje de Doña Rogelia.
El sonido de la tela rasgándose fue eclipsado por el estruendo de Mari Pili aterrizando de culo, llevándose consigo una mesa auxiliar con copas de cava. Pero el daño estaba hecho. La inercia de la caída de Mari Pili había arrastrado la falda de Doña Rogelia hasta los tobillos.
El "Salón Diamante" contuvo el aliento.
Durante tres segundos eternos, trescientos invitados contemplaron una visión que jamás podrían olvidar: Doña Rogelia, impasible como una estatua romana, con la falda por montera, mostrando al mundo unas prendas íntimas de color carne, funcionales, ortopédicas y de una extensión que cubría desde las rodillas hasta el esternón. Eran las fajas de contención definitivas, la última línea de defensa contra la gravedad.
Hubo un silencio sepulcral, solo roto por el sonido de una aceituna rodando por el suelo.
Luego, alguien soltó una risita nerviosa.
Y estalló el caos.
Doña Rogelia empezó a lanzar bolsazos a diestro y siniestro mientras intentaba subirse la falda con una dignidad imposible de recuperar, y Mari Pili lloraba en el suelo rodeada de cristales rotos, preocupada por si se le había roto la pantalla del móvil.
Javier suspiró. No podía más. Necesitaba salir de allí. Necesitaba oxígeno. Necesitaba algo real. Se aflojó el nudo de la corbata, sintiendo que el aburrimiento era un traje que le apretaba demasiado, y se dirigió a la barra libre, lejos de la zona cero del desastre, buscando un refugio antes de fingir un infarto para irse a casa.
Un encuentro 'inesperado'
Pidió un whisky, solo.
—Si pides otro, te van a cobrar alquiler por el taburete —dijo una voz a su espalda.
Javier se giró. Era Elena. No la había visto en... ¿quince años? Quizás veinte. Llevaba un vestido verde esmeralda que hacía juego con sus ojos, y aunque las líneas de expresión marcaban el mapa de una vida vivida, su sonrisa conservaba esa chispa peligrosa del instituto. Ambos divorciados, ambos supervivientes de mil batallas domésticas.
—Elena. Dios mío. Sigues teniendo esa capacidad de aparecer cuando uno está planteándose fingir un infarto para irse a casa.
—Lo he pensado —confesó ella, brindando con su copa contra la de él—. Pero mi coche está encajonado en el parking. Estamos atrapados.
—¿Atrapados? —Javier sonrió de medio lado. Sacó el móvil y abrió su aplicación de música, conectándose por bluetooth a un pequeño altavoz portátil que, por deformación profesional, siempre llevaba en la chaqueta—. Nadie está atrapado si tiene el disco adecuado.
—No te atreverás... —dijo ella, reconociendo el brillo en sus ojos.
—¿Te acuerdas del 79? ¿Te acuerdas de cuando Madrid olía a asfalto caliente y a libertad?
—Me acuerdo de Tequila —dijo ella, suavemente—. Me acuerdo de Ariel Rot tocando la guitarra como si le debiera dinero al diablo.
Javier pulsó play. No en el altavoz pequeño. Había hackeado mentalmente el sistema. Se acercó a la mesa de sonido aprovechando que el DJ había ido al baño y conectó su móvil.
Localizó el disco Rock and Roll de Tequila
Lo que sonó no fue música. Fue una declaración de guerra contra el aburrimiento. Era Rock and Roll, la primera pista del disco
La voz de Ariel Rot sorprendió a todo el mundo. Rebeldía, pura y dura. Y chulería.
El riff de guitarra inicial, seco, cortante, puro Stones pero con sabor a bocadillo de calamares y plaza mayor, rasgó el aire acondicionado del salón.
—¡Esto es el principio de todo! —gritó Javier sobre la música, agarrando la mano de Elena—. ¡Escucha eso!
La gente en la pista se detuvo. Los acordes de "Rock and Roll" eran primitivos, directos al estómago. Javier arrastró a Elena al centro de la pista, ignorando las miradas de los invitados estirados.
—¿Oyes esa producción? —le gritó Javier al oído mientras la hacía girar—. Es seca. Sin eco. En 1979, Tequila no quería sonar "bonito", querían sonar urgentes. Venían de Argentina huyendo de la dictadura y se encontraron con una España gris que necesitaba color. ¡Y vaya si le dieron color! Ariel y Alejo no hacían pop, hacían rock and roll clásico, sin pretensiones. ¡Es pura vitamina!
Elena se rió, una carcajada sonora que le quitó diez años de encima de golpe. Se dejó llevar. Sus caderas recordaron movimientos que creía oxidados.
—¡Estás loco, Javier! —gritó ella feliz.
—¡Exacto! —Javier miró hacia la salida de emergencia—. Vámonos. Ahora. Antes de que vuelva el DJ y ponga "Paquito el Chocolatero".
Salieron corriendo por la puerta lateral, riendo como colegiales que se saltan la última clase, con los ecos del estribillo de Rock and Roll resonando en sus cabezas.
Llegaron al aparcamiento. La noche estaba fresca. Javier sacó las llaves de su coche, un viejo Mercedes restaurado que era su orgullo.
—¿A dónde vamos? —preguntó Elena, apoyándose en el capó, jadeando un poco por la carrera pero con los ojos brillantes.
—Lejos —dijo Javier, abriendo la puerta del copiloto para ella—. A algún lugar donde todo se mueva.
Arrancó el motor. Y mientras el coche salía derrapando levemente sobre la gravilla, Javier puso el segundo tema. Porque si hay una canción que define la confusión maravillosa de estar vivo a los cincuenta y tantos, y sentirse como a los veinte, es esa mezcla de escepticismo y ritmo vacilón.
El coche se deslizó por la autovía vacía. La canción "Y yo que sé...!!" llenaba el habitáculo.
—Me encanta este tema —dijo Elena, subiendo el volumen—. Tiene ese toque reggae-rock, muy de la época, muy Police pero más canalla.
—Es la incertidumbre hecha canción —apuntó Javier, golpeando el volante al ritmo—. Fíjate en la letra. Es perfecta para nosotros ahora. "No sé si vengo o si voy". En el 79 era la confusión adolescente. Ahora es la confusión de la madurez. Ya no tenemos que demostrar nada a nadie, Elena. Solo... fluir.
Javier miró a Elena de reojo. La luz de las farolas la iluminaba intermitentemente.
—¿Sabes? Este disco, Rock and Roll, a menudo se infravalora comparado con el primero de Tequila—continuó Javier, ejerciendo su papel de crítico improvisado—. Pero aquí la banda sonaba mucho más compacta. Julian Infante en la guitarra rítmica era un metrónomo humano, y Manolo Iglesias en la batería... Dios, qué pegada. Escucha el bajo de Felipe. Es el motor. Hacían que pareciera fácil, pero tocar así de "suelto" es lo más difícil del mundo.
Elena le miró con ternura.
—Siempre te pones muy técnico cuando te estás enamorando o cuando estás nervioso, Javier. ¿Cuál de las dos es?
—Y yo que sé...!! —respondió él, citando la canción, y ambos estallaron en risas.
La noche no tiene frenos
Condujeron sin rumbo fijo, dejando que la ciudad se convirtiera en un borrón de luces a sus espaldas. Javier condujo hacia la sierra, buscando aire puro y curvas. La conversación fluía sola: hablaron de sus hijos, de sus divorcios, de las hipotecas pagadas y de los sueños rotos, pero sin amargura, con la ligereza que da la buena música.
—Necesito gritar —dijo Elena de repente—. Necesito soltar energía. Esta boda me ha dejado tensa como una cuerda de violín.
—Tengo la medicina exacta —sonrió Javier.
Buscó en la lista de reproducción. Si había una canción en ese disco capaz de levantar a un muerto, era esa. La que convertía cualquier situación en una persecución de película de acción.
La energía frenética de "Me vuelvo loco" inundó el coche. Esas guitarras machaconas, el ritmo acelerado, casi punk en su actitud pero rockabilly en su ejecución.
—¡Acelera! —pidió Elena.
Javier pisó el acelerador (dentro de los límites legales, pero sintiéndolo como si fuera un Fórmula 1). —¡Fíjate en esto! —gritó Javier sobre la música—. ¡Es el himno definitivo contra el aburrimiento! Tequila no habla aquí de amor, habla de desesperación vital. "No puedo soportar estar así todos los días, es siempre la misma rutina". ¡Es lo que sentimos nosotros, Elena! La vida se convierte en marcar números de teléfono, en esperar a que pase algo... Ariel y Alejo convirtieron esa ansiedad en pura fiesta. No hay descanso. ¡Es imposible no moverse!
Elena empezó a bailar en el asiento del copiloto, moviendo los brazos, haciendo air guitar. Javier se contagió. Era una liberación. En ese momento no eran dos adultos respetables de casi sesenta años agobiados por la rutina; eran dos energías puras rompiendo el molde. El disco Rock and Roll no era solo una colección de canciones; era un manual de instrucciones para no oxidarse.
Llegaron a un mirador en lo alto de un puerto de montaña. Javier frenó el coche. El silencio de la montaña contrastó brutalmente con el final de la canción. Se bajaron del coche. La ciudad brillaba abajo como un ascua gigante.
Elena se acercó al borde del mirador. El viento movía su vestido. Javier se acercó por detrás, pero manteniendo una distancia respetuosa.
—Todo cambia tan rápido... —murmuró ella—. Hace un rato estaba en una boda aburrida pensando que mi vida ya era solo esperar a ser abuela. Y ahora estoy aquí, con el chico que me gustaba en 3º de BUP, escuchando a Tequila.
—El mundo gira —dijo Javier suavemente—. Pero nosotros seguimos aquí.
Puso la siguiente canción. "Todo se mueve". Era el momento de la transición. De la locura del viaje a la intimidad del destino.
La canción empezó a sonar, con ese ritmo más pausado pero contundente, una estructura de rock clásico que invita a caminar con paso firme.
—Esta canción es la clave del disco —dijo Javier, acercándose un paso más—. Habla de la inestabilidad. "Todo se mueve, cambia de color". Es lo que nos pasa. Pensamos que a nuestra edad todo debería estar estático, fijo. Pero no. Seguimos moviéndonos. Y eso es bueno, Elena. Significa que estamos vivos. La crítica de la época decía que Tequila eran solo chicos guapos para portadas de la Super Pop, pero escuchando esto... hay una madurez musical increíble. Sabían construir una atmósfera.
Elena se giró y le miró a los ojos. La luz de la luna suavizaba sus rasgos.
—Deja de hacer de crítico musical por un minuto, Javier.
—Es mi defensa natural.
—Baja la guardia.
Elena extendió la mano. Javier la tomó. Se quedaron allí, escuchando cómo Alejo Stivel cantaba sobre un mundo cambiante, sintiendo que, por primera vez en años, el cambio era algo positivo.
Besos que saben a vinilo
El silencio del mirador no era incómodo; estaba lleno de ecos. Abajo, las luces de Madrid parpadeaban como una constelación caída, pero allí arriba, apoyados en el capó del viejo Mercedes, solo existían ellos dos y la música que flotaba desde las puertas abiertas del coche.
Javier notó que el frío de la sierra empezaba a calar, pero no quería romper el momento sugiriendo volver al interior. Elena abrazaba sus propios brazos, mirando el horizonte.
—¿Te acuerdas de por qué rompimos en el 85? —preguntó ella de repente.
—Porque yo quería ser fotógrafo en Londres y tú querías estudiar arquitectura en Barcelona —respondió Javier sin dudar—. Y porque éramos jóvenes y estúpidos y pensábamos que el amor era algo que podías pausar y rebobinar como una cinta de casete.
Elena sonrió con melancolía.
—Llevamos treinta años corriendo en direcciones opuestas, Javier. Matrimonios, hijos, divorcios, trabajos que nos chupan la sangre... Y sin embargo, esta noche, con este disco... parece que solo ha pasado un fin de semana.
Javier se giró hacia el coche. Sabía exactamente qué canción venía ahora. Era la canción. La que no necesitaba explicaciones. La que derribaba defensas.
La batería marcó el inicio, seca y contundente, seguida de ese riff juguetón y chulesco. "Quiero besarte". No había sutilezas en el título, ni en la letra. Era deseo puro, destilado y servido en copa de balón.
—Quiero besarte, y no sé cómo empezar... —canturreó Javier, acercándose a ella.
La letra de la canción actuaba como un guion perfecto. Tequila, en su genialidad simple, había capturado la duda y la urgencia del deseo. Javier se colocó frente a Elena. Ya no eran dos desconocidos en una boda; eran los protagonistas de su propia película.
—Javier, somos muy viejos para esto —susurró ella, aunque no retrocedió ni un milímetro.
—Tonterías —replicó él—. Escucha la guitarra. Escucha cómo sube la intensidad. El rock and roll no tiene edad, Elena. El deseo tampoco. Esta canción es del 79, pero suena como si la hubieran escrito esta mañana para nosotros. Es directa. Sin juegos mentales.
Javier levantó la mano y acarició suavemente la mejilla de Elena. La piel era más suave de lo que recordaba, o quizás sus manos habían aprendido a tocar con más delicadeza con los años.
—La crítica dijo de este tema que era "pegajoso". Se equivocaron. Es magnético. Como tú.
Elena cerró los ojos, dejándose llevar por la melodía que envolvía el aire de la montaña.
—Cállate y haz caso a la canción, Javier.
Y entonces, justo cuando el estribillo rompía con toda su fuerza, se besaron. No fue un beso tímido de adolescentes, ni un beso protocolario de saludo. Fue un beso con historia, con treinta años de hambre atrasada, un beso que sabía a reencuentro y a whisky de boda y a la libertad de la noche. Fue un beso cinematográfico bajo la luz de la luna, con Madrid a sus pies y la voz de Alejo Stivel dándoles la bendición.
El amanecer de los cuerdos
El beso terminó, pero no se separaron. Se quedaron frente con frente, respirando el mismo aire, mientras la lista de reproducción avanzaba hacia su final. La adrenalina de "Me vuelvo loco" y la tensión de "Quiero besarte" habían dado paso a una calma profunda, esa paz que solo llega después de una tormenta perfecta.
Sonaron los primeros acordes de la última canción elegida. Una balada, pero no una cualquiera.
"Hoy quisiera estar a tu lado" empezó a sonar. Es una de las joyas ocultas del disco, una canción que destila una ternura infinita, lejos de la pose de chicos malos del rock.
—Esta es mi favorita —confesó Elena, apoyando la cabeza en el hombro de Javier.
—Lo sé —dijo él, rodeándola con el brazo para protegerla del frío—. Siempre lo fue.
Escucharon la letra en silencio. "Hoy quisiera estar a tu lado, ver el mundo con tus ojos...".
—¿Sabes qué? —dijo Javier, mirando las luces de la ciudad que empezaban a palidecer con el anuncio del amanecer—. Creo que la reseña de este disco estaría incompleta si no dijera esto: Rock and Roll de Tequila no es solo un disco de fiesta. Es un disco sobre estar vivo. Tiene la euforia, sí, pero termina con esto. Con la necesidad de conexión. De estar al lado de alguien.
Elena levantó la vista y le miró.
—¿Y ahora qué, Javier? ¿Volvemos a la boda? Doña Rogelia debe estar preguntándose dónde estamos.
—Al diablo con la boda —se rió él—. Tengo el depósito lleno, un disco increíble y a la chica más guapa de Madrid a mi lado. Propongo que sigamos conduciendo hasta que se acabe la carretera o hasta que se ralle el disco.
—Me parece el plan más sensato que has tenido en cuarenta años —respondió ella.
Se subieron al coche. Javier arrancó el motor, que rugió suavemente, mezclándose con los últimos acordes de la canción. El Mercedes dio la vuelta y se alejó del mirador, no hacia la boda, ni hacia sus casas vacías, sino hacia el horizonte, donde el sol empezaba a pintar el cielo de colores que prometían, por fin, una segunda oportunidad.
El coche desapareció en la curva, dejando atrás solo el eco de una noche perfecta y la certeza de que, a veces, un buen disco de rock and roll puede salvarte la vida.
Epílogo y Reseña
Rock and Roll vio la luz el 1 de enero de 1979, bajo el sello Zafiro, consolidando a Tequila como la banda más importante del momento en España. Fue grabado en los estudios Audiofilm de Madrid y producido por la propia banda, lo que les otorgó un sonido más crudo y auténtico que en su debut. Aunque las cifras exactas de ventas de la época son difusas debido a la informalidad de la industria en aquellos años, el álbum fue un éxito comercial rotundo, alcanzando el estatus de Disco de Oro y colocando varios sencillos en el número 1 de las radiofórmulas, especialmente "Quiero besarte" y "Me vuelvo loco".
La crítica del momento, a menudo escéptica con los fenómenos de fans (y Tequila lo era, con histeria colectiva en sus conciertos), tuvo que rendirse ante la evidencia: aquello no era solo imagen. Había una solvencia instrumental innegable. Ariel Rot y Julián Infante tejían guitarras que bebían de Chuck Berry y los Stones, mientras que la base rítmica de Felipe Lipe y Manolo Iglesias era una apisonadora. Con el paso de las décadas, la valoración del disco ha crecido exponencialmente. Ya no se ve como un producto de consumo juvenil, sino como una piedra angular del rock en español, el puente necesario entre el rock progresivo y aburrido de los 70 y la explosión creativa de la Movida Madrileña que vendría después. Hoy, Rock and Roll es considerado un clásico indiscutible, un álbum que capturó la alegría de vivir de una España que despertaba a la libertad.
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Recuerdo perfectamente cuando surgieron los Tequila, yo tenía entre 13 y 14 años, y era un perfecto crio, muy infantil, y solo escuchaba la radio porque mi hermana mayor si seguía la música de aquellos tiempos, y escuchaba los 40 principales. De eso lo recuerdo. Realmente, no me empecé a interesarme en los Tequila, hasta que sacaron el single Salta, que fue un bombazo, y a mi personalmente, me enganchó. A partir de ahí, aunque Tequila se disolvió, siempre ha quedado en mi memoria musical, una huella indeleble, que ha dejado en mi subconsciente, esta banda y su música.
Como tantas y tantas veces, a lo largo de mi adolescencia y mi juventud más temprana, por motivos económicos, el maldito dinero, he tenido que posponer la escucha y disfrute de tanta buena música que surgía por aquellos 70 y 80, que eran realmente maravillosos, y muy prolíficos en buen rock y buen pop. Este es un caso más. Hasta que no llegaron los 90, y mi independencia económica, no pude escuchar muchos de estos discos apartados.
Rock and Roll, de Tequila, fue uno de los que me descargué en la época de las descargas alegales. Y me encantó. Tiene un ritmo y un rock acelerado, muy típico del punk de la época en la que salió, y puso a toda la juventud de entonces a mover el esqueleto. Es un chute de energía en vena, pero con jeringa de caballo. Si necesitas un impulso para ponerte a trabajar, dale al play con este disco, y te pondrás a mil. En aquellos tiempos, fue una auténtica revolución. Recuerdo verlos por televisión, y el fenómeno de fans era realmente de locura. Además, era una época, digamos, peligrosa, pues no estaban los tiempos para muchas locuras. Era el postfranquismo reciente, y había miedo en dar pasos hacia la libertad, no fuera que algunos lo interpretaran como libertinaje, y dieran un golpe en la mesa y volviéramos a la oscuridad. Estos tíos sí fueron nuestra luz, la de nuestra juventud, y adolescencia. Nos guiaron hacia la libertad, y hacia los 80. La famosa Movida Madrileña tomó buena nota de Tequila. Y La Playlist del Yeyo debe tener a Tequila entre su repertorio. Y este disco es un buen ejemplo. Música española, de la buena.
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